TIENES QUE ESCUCHAR ESTO VI: La maja y el ruiseñor de Granados
Ivonne, pianista y seguidora del blog, nos recomienda esta pieza maravillosa de Granados.
viernes, 29 de octubre de 2010
miércoles, 20 de octubre de 2010
ANECDOTARIO DE COMPOSITORES VI: La música era la única religión de Mahler.
El sentido místico del pasaje que sigue, sacado de una carta escrita a principios de 1909, refleja bastante bien el estado de ánimo de un hombre que mira la vida con la mano de la muerte posada ya sobre su hombro:
Hay tantas cosas, demasiadas cosas, que podría decir acerca de mí mismo, que no puedo ni empezar. He sufrido tanto durante estos últimos dieciocho meses (es decir, desde que sabía que estaba enfermo) que apenas puedo contarlo. ¿Cómo podría tratar de describir una crisis tan abrumadora? Veo todo bajo una luz totalmente nueva: soy presa de tales transformaciones que no me asombraría si me encontrara en un nuevo cuerpo (como Fausto en la escena final). Estoy más ávido de vivir que nunca y encuentro la “costumbre de estar vivo” más dulce que nunca. En este momento los días de mi existencia son como los Libros Sibilinos… Qué absurdo dejarse sumergir por el brutal torbellino de la vida; de mentirse a uno mismo, aunque sólo sea un momento, y de mentir a lo que está por encima de nosotros. Pero escribo esto a tontas y a locas porque, ahora mismo, cuando deje esta habitación seré exactamente tan tonto como los demás. ¿Qué es en nosotros lo que piensa? ¿Qué es lo que actúa?
Sigue entonces una frase magnífica y particularmente reveladora:
Es extraño, cuando oigo música, incluso si la dirijo yo, escucho respuestas muy precisas a todas mis preguntas y todo es para mí perfectamente claro y evidente. O, más bien, lo que me parecer ver claramente es que no son preguntas en absoluto.
De ahí esta luz nueva bajo la cual lo veía todo. Después de tantos pensamientos, deseos, luchas, encontraba el verdadero consuelo a su dolor en la música; la música que, como ya he intentado explicar, es un camino hacia Dios muy cercano a la religión.
Cuando le preguntaban en qué creía, Mahler solía responder: Soy músico, con eso está todo dicho. Si, como sugiere en la carta que he citado, llegaba a quejarse –a flaquear- no era sino una señal del pesado tributo que deben pagar los hombres más eminentes –y muy especialmente los que, como él, están dotados de una naturaleza impulsiva- a la amenaza de enfermedad que a todos nos acecha.
La verdadera tragedia fue que en los últimos días de su vida la violencia de su enfermedad oscureció la exaltación de su espíritu. Hasta entonces el sentido trascendental de la redención que tiene La canción de la tierra y la Novena Sinfonía había prevalecido. Que su espíritu, siempre despierto, haya sobrevivido tanto tiempo, que durante tantos años haya manifestado su deseo de aprender, recuerda la leyenda de Tolstoi de los tres viejos piadosos a los que el obispo visita en una isla. Oyen de su boca el Padrenuestro centenares de veces, pero sin poder acordarse nunca de sus palabras. Terminan por fin por comprenderlo, pero mucho tiempo después de que el barco del obispo hubiese dejado la isla, les ve una noche andar sobre las olas detrás del navío porque, según decían, se habían vuelto a olvidar de la plegaria. Y él, profundamente conmovido, les responde: Habéis andado sobre el mar, ¿qué más tenéis que aprender?
Lo mismo sucedía con Mahler. Lo que él poseía y sabía superaba con mucho el objeto de su búsqueda, porque encerraba en él la música, llevaba en él el amor. Creo, pues, que ya redimido, habrá comprendido que su búsqueda incansable contenía en germen su respuesta, y que su deseo, por fin, habrá sido satisfecho.
Gustav Mahler, Bruno Walter, Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1982, 1986, 1993, 1998, 2002, págs. 120 y 121.
viernes, 15 de octubre de 2010
ANECDOTARIO DE COMPOSITORES V: Así fue el entierro de Beethoven.
El lunes 26 de marzo de 1827 fue un día helado. Desde Silesia y la Cordillera de los Sudestes, un viento del norte soplaba a través de los bosques de Viena. En todos lados, la tierra se escondía bajo un suave manto de fresca y silenciosa nieve. El largo invierno había sido crudo, húmedo, frío y helado: aquel día, parecía que el invierno no quería soltar la tierra de su mano.
Hacía las cuatro en punto las luces de Viena, los faroles de la calle, las velas de un sin número de habitaciones, empezaron a penetrar en la nublada penumbra. El día había casi llegado a su término. En el segundo piso de la Schwarz-spanierhaus, la Casa del español moreno, al oeste de las antiguas murallas de la ciudad, yacía un hombre que también había casi terminado su trayecto. En una gran habitación, apenas amueblada, de apariencia triste, entre miseria, libros y papel pautado, dejándose ver, en medio de todo ello, su apreciado piano de cola, un Broadwood de caoba, Beethoven, el General de los músicos, perdió su vínculo con la vida. Tendido en una tosca cama, inconsciente, en ese momento estaba tan destrozado y acabado como su piano. Fuera, los elementos continuaban rugiendo furiosamente. Los copos de nieve que caían se amontonaban frente a la ventana. De repente, se oyó un fuerte trueno acompañado de un relámpago… Beethoven abrió los ojos, levantó su mano derecha y, con el puño cerrado, miró a lo alto durante varios segundos… Cuando dejó caer de nuevo su mano sobre la cama, con los ojos medio cerrados… ¡Su respiración se detuvo, el corazón dejó de latir! El espíritu del gran compositor había huido de este decepcionante mundo hacia el reino de la verdad. Así lo recordaba Anselm Hüttenbrenner. Otro de sus contemporáneos, Joseph Carl Rosenbaum, relataba el fin de Beethoven, de forma aún más conmovedora, en un lacónico apunte de su Diario: Ludwig van Beethoven ha muerto de hidropesía, por la tarde, alrededor de las seis, a sus cincuenta y seis años. ¡No estará más entre nosotros! Pero su nombre seguirá viviendo a la luz de su fama.
El funeral tuvo lugar la tarde del 29 de marzo de 1827. En contraste con los tres días anteriores, el tiempo era amable, cálido: la primavera había despedido al invierno. Una multitud conmovida por el dolor asistió al funeral para rendirle su último homenaje. Según el Allgemeine Theater Zeitung (del 12 de abril) había alrededor de 15000 personas. Otros estimaron una cifra cercana a los 20000 asistentes. Pero según todos estos informes, la ceremonia fue una de las más espectaculares de la Viena posnapoleónica. Según un detallado informe del funeral, de los archicos de la Corte Suprema, el patio de la casa estaba lleno a desbordar y fuera, la multitud, pedía paso impetuosamente. La intervención militar de los soldados del cuartel de Alser… apenas sirvió para controlar a la multitud. Incluso las escuelas permanecieron cerradas. A las tres se cerró el ataúd y lo bajaron al patio. El paño mortuorio, encargado por Antón Schindler del Segundo Regimiento Civil, fue extendido sobre el féretro, la cruz adornada con una corona de flores bellísima y sobre el paño se dispusieron unos evangelios y la bellísima corona cívica… La puerta se abrió. La multitud estaba tan apiñada que sólo con gran dificultad pudieron, el director de ceremonias y sus ayudantes, organizar la comitiva. Los que sostenían el féretro, entre los cuales se contaban Hummel y Gyrowetz, llevaban velas cubiertas con crespones. Entre los que llevaban las antorchas, nombres como Castelli, Czerny, Grillparzer, Graf, Paccini, Schubert y Schuppanzigh, destacaban de una distinguida comitiva. En el centro de la procesión iba el magnífico carruaje ceremonial, llevado por cuatro caballos que habían sido encargados desde el despacho del rector de la Catedral de San Esteban. El cortejo giró pasado el Palacio Lichnowsky. Un coro cantó el Miserere, en un arreglo de uno de los Equale de Beethoven para trombones. Una banda interpretó la marcha fúnebre de la sonata para piano Op.26.
El lunes 26 de marzo de 1827 fue un día helado. Desde Silesia y la Cordillera de los Sudestes, un viento del norte soplaba a través de los bosques de Viena. En todos lados, la tierra se escondía bajo un suave manto de fresca y silenciosa nieve. El largo invierno había sido crudo, húmedo, frío y helado: aquel día, parecía que el invierno no quería soltar la tierra de su mano.
Hacía las cuatro en punto las luces de Viena, los faroles de la calle, las velas de un sin número de habitaciones, empezaron a penetrar en la nublada penumbra. El día había casi llegado a su término. En el segundo piso de la Schwarz-spanierhaus, la Casa del español moreno, al oeste de las antiguas murallas de la ciudad, yacía un hombre que también había casi terminado su trayecto. En una gran habitación, apenas amueblada, de apariencia triste, entre miseria, libros y papel pautado, dejándose ver, en medio de todo ello, su apreciado piano de cola, un Broadwood de caoba, Beethoven, el General de los músicos, perdió su vínculo con la vida. Tendido en una tosca cama, inconsciente, en ese momento estaba tan destrozado y acabado como su piano. Fuera, los elementos continuaban rugiendo furiosamente. Los copos de nieve que caían se amontonaban frente a la ventana. De repente, se oyó un fuerte trueno acompañado de un relámpago… Beethoven abrió los ojos, levantó su mano derecha y, con el puño cerrado, miró a lo alto durante varios segundos… Cuando dejó caer de nuevo su mano sobre la cama, con los ojos medio cerrados… ¡Su respiración se detuvo, el corazón dejó de latir! El espíritu del gran compositor había huido de este decepcionante mundo hacia el reino de la verdad. Así lo recordaba Anselm Hüttenbrenner. Otro de sus contemporáneos, Joseph Carl Rosenbaum, relataba el fin de Beethoven, de forma aún más conmovedora, en un lacónico apunte de su Diario: Ludwig van Beethoven ha muerto de hidropesía, por la tarde, alrededor de las seis, a sus cincuenta y seis años. ¡No estará más entre nosotros! Pero su nombre seguirá viviendo a la luz de su fama.
El funeral tuvo lugar la tarde del 29 de marzo de 1827. En contraste con los tres días anteriores, el tiempo era amable, cálido: la primavera había despedido al invierno. Una multitud conmovida por el dolor asistió al funeral para rendirle su último homenaje. Según el Allgemeine Theater Zeitung (del 12 de abril) había alrededor de 15000 personas. Otros estimaron una cifra cercana a los 20000 asistentes. Pero según todos estos informes, la ceremonia fue una de las más espectaculares de la Viena posnapoleónica. Según un detallado informe del funeral, de los archicos de la Corte Suprema, el patio de la casa estaba lleno a desbordar y fuera, la multitud, pedía paso impetuosamente. La intervención militar de los soldados del cuartel de Alser… apenas sirvió para controlar a la multitud. Incluso las escuelas permanecieron cerradas. A las tres se cerró el ataúd y lo bajaron al patio. El paño mortuorio, encargado por Antón Schindler del Segundo Regimiento Civil, fue extendido sobre el féretro, la cruz adornada con una corona de flores bellísima y sobre el paño se dispusieron unos evangelios y la bellísima corona cívica… La puerta se abrió. La multitud estaba tan apiñada que sólo con gran dificultad pudieron, el director de ceremonias y sus ayudantes, organizar la comitiva. Los que sostenían el féretro, entre los cuales se contaban Hummel y Gyrowetz, llevaban velas cubiertas con crespones. Entre los que llevaban las antorchas, nombres como Castelli, Czerny, Grillparzer, Graf, Paccini, Schubert y Schuppanzigh, destacaban de una distinguida comitiva. En el centro de la procesión iba el magnífico carruaje ceremonial, llevado por cuatro caballos que habían sido encargados desde el despacho del rector de la Catedral de San Esteban. El cortejo giró pasado el Palacio Lichnowsky. Un coro cantó el Miserere, en un arreglo de uno de los Equale de Beethoven para trombones. Una banda interpretó la marcha fúnebre de la sonata para piano Op.26.
Ates D´Arcy Orga, Beethoven, 2001, Ediciones Robinbook, s.l., págs. 11, 12 y 13.
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